martes, mayo 11, 2010

Modesto I

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Los últimos dos meses fueron duros para Modesto Garrido, el hijo de Domitila y Everaldo; su madre entró en la fase final de su embarazo, el que no había sido nada fácil. Nunca lo era para una mujer de ya treinta años. La matrona de la posta de Nilahue le había dicho que era una irresponsable por tener un hijo tan vieja y que por qué no se había puesto la T después de tener Ricardo. Domitila no dijo nada, pero tampoco volvió a la posta y cuando sintió que el niño ya venía, mandó a Modesto corriendo donde la Sra. Sara, la comadrona en la que nunca debería haber dejado de confiar. Obviamente quien tuvo que ir corriendo donde esta señora que vivía a dos cerros de distancia. Subió el primero, el que por fortuna estaba tapizado de vides. Las uvas estaban maduras y un par de racimos logró arrancar para calmar la sed que le provocaba el calor del mediodía. Gracias a este pequeño refrigerio la bajada de ese cerro y la subida del siguiente se le hicieron livianos.

Al fin bajó el segundo cerro y pasó la cerca que rodeaba la casa de la comadrona, donde lo recibieron con ladridos los perros. Llamó a gritos, la vieja que a tantos niños había recibido asomó su blanca y arrugada cabeza, le hizo una seña de que esperara; Modesto esperó. Cinco minutos después la Sra. Sara apareció con un pequeño canasto en un brazo y un bastón en la mano del otro brazo. Salieron acompañados de un perro chico y lanudo.
Una hora más tarde la Sra. Sara entró a la casa de los Garrido y comenzó a mandar como sólo las mujeres de carácter saber hacerlo: Everaldo se vio hirviendo agua, Modesto lavando un lavatorio grande y secando sabanas blancas en el fogón. Ricardito miraba con cara de asustado como su madre lucía pálida y jadeante, hasta que no aguantó más y salió a esconderse al establo de las ovejas.
Al fin Domitila alumbró y su temor más grande se hizo realidad: era una niña. No es que no deseara a alguien que pusiera un toque más delicado en una casa llena de hombres que sólo se interesaban en cazar, comer y tomar, pero tener una niña era vigilarla siempre y estar atenta tanto de vecinos como de familiares; ella misma lo había experimentado, una borrachera de algún de cercano de la familia o de un propio familiar, sumado a algún descuido terminarían con la inocencia de su Flor María.
Mientras la tenía en sus brazos no podía parar de llorar, mientras Everaldo la miraba confuso y la comadrona se encogía de hombros. Modesto apoyado en el umbral de la habitación de sus padres trataba de entender por qué su madre no se veía feliz, como se suponía debía estarlo. Entonces ella lo miró con ojos suplicantes y le dijo con todo el sentimiento que una madre pone para con sus hijos:
- Cuídala hijo, cuídala con tu vida.

1 comentario:

Anónimo dijo...

hola marcelino lapino!!! dime, son tuyos los dibujos y textos? estan gueeeeeeenos ! gracias por poner el link de la Cia de Teatro. Salud. Gisel