
Generalmente en playas turísticas en etapa no estival, no limpian demasiado. Extrañamente había un pequeño carrito que vendía pan amasado y café. Pedí uno bien cargado y busqué una banco para disfrutar del momento. Hace tanto tiempo que no estaba frente a ese mar, que no sentía el sabor de la sal en mi boca y que no miraba la isla que se dibujaba en el horizonte, que sentí como se me inundaban los ojos, pero me resistí a llorar. El café mezclado con la melancolía, tuvo un sabor amargo, eran muchos los recuerdos que se me venían a la cabeza y no sabía por donde empezar. El último invierno en el que estuve en esa playa, trabajaba vendiendo pescado que traía Miguel en su bote, lo sacaba en un canasto y lo llevaba a un mostrador, donde con una habilidad ya perdida, limpiaba congrios, merluzas y pejerreyes. Vendía rápidamente lo que compraba a Miguelito, aseaba mi puesto, cargaba la tarima y la guardaba en la bodega de don Germán, que tenía una casa cerca de la playa. Guardaba un par de pescados, los ponía en una bolsa y me iba a casa de Flor.
Subía el cerro rápido, pero una vez que llegaba a la casa, me quedaba dando vueltas ante la puerta. Me daba vergüenza pedir que me ayudaran a cocinar, porque en la casa no había nadie. Talvez podría hacer fuego en la casa y hacer de comer allá, pero comer solo me daba pena. Al final siempre entraba y me quedaba pegado en el dintel de la puerta de la cocina, con mis ojos fijos en mis zapatos. Florcita me sentía llegar, se giraba y mientras se reía, alargaba su brazo, como señal de que le pasara la bolsa.
- Hágame dos no más, los otros dos son para ud. y su marido- Decía yo.
- ¿Tu mamá no ha vuelto del campo? Mirando hacía el fuego, tratando de ser inexpresivo contestaba- Supongo que llega mañana, para ir a la feria el viernes-.
-Ah. Bueno siéntate a descansar mientras te frío los pescados.
- No se preocupe, voy a la feria, antes que la levanten.
-Bueno, anda no más.
Salí caminé un par de calles y encontré el puesto que buscaba. Eran libros, esos verdes, la Historia Universal de Carl Grimberg, los que a mi me gustaban. Todas las semanas compraba al menos un tomo. Esa semana compré el tomo 30, me senté en la vereda, me compre un café y me puse a leer un rato. Algunos me miraban con cara rara, otros me saludaban, porque me conocían de la playa.
Me dolían un poco las rodillas y las manos se me partían con el frío. Me miré la yema de los dedos y suspiré recordando lo que tenía que hacer: Limpiar la casa, pagarle a Miguel, pagar lo fiado donde "la Pulpa" y después me tenía que ir a la escuela nocturna.
En ese momento supe que tenía que irme de esa ciudad.
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